El 16 de junio de 2025, Zaragoza volvió a mirar al pasado sin nostalgia, pero con ternura. Con mirada de cine y latido de historia, la Plaza del Pilar —corazón simbólico y físico de la ciudad— acogió el rodaje de una versión reinterpretada de Salida de misa de doce del Pilar, la que se considera la primera película española conservada. Dirigida originalmente por Eduardo Jimeno en 1899, este documental de apenas un minuto se convirtió en un pequeño milagro fílmico: el nacimiento del cine en nuestro país, capturado con la sencillez de lo eterno.
Más de 125 años después, el realizador aragonés Miguel Ángel Lamata devolvió a la plaza su antiguo rol de plató improvisado. Esta vez, no era solo cine: era un acto simbólico, una liturgia laica que unía generaciones, memoria, técnica, cultura y emoción. Zaragoza no filmaba una escena; revivía un recuerdo.

Un acto de memoria activa
La iniciativa formó parte del I Encuentro Nacional de Festivales de Cine, organizado por la Asociación de Festivales Audiovisuales de Aragón (AFADA) con el apoyo del Gobierno autonómico, el Ayuntamiento y otras instituciones culturales. ¿El objetivo? No solo poner en valor el legado de Eduardo Jimeno, sino reunir a más de 240 profesionales de 127 festivales de toda España para celebrar el presente y futuro del cine independiente.
Para abrir ese encuentro con fuerza simbólica, la elección fue clara: volver al principio. Pero no como una réplica, sino como una relectura.
Miguel Ángel Lamata lo explicó con claridad: “No es un remake literal. Es más una evocación libre. Se titula Gente acabando de salir de misa de doce del Pilar. Suena largo, pero define bien la intención: no copiar, sino dialogar con la historia”.
De Lumière al 4K: el rodaje del presente
La jornada comenzó temprano. La plaza fue acordonada, pero la expectación se desbordaba. Cientos de curiosos se acercaron para presenciar cómo la ficción se superponía al tiempo real. Participaron unos 300 figurantes, desde vecinos anónimos hasta autoridades locales. La consejera de Cultura del Gobierno de Aragón, Tomasa Hernández, y la alcaldesa de Zaragoza, Natalia Chueca, formaron parte del encuadre, como dos rostros contemporáneos entre una multitud atemporal.
Hubo cinco tomas. Y aunque la duración de la pieza sigue siendo breve —alrededor de un minuto y medio—, el gesto es monumental. Donde Jimeno utilizó una cámara Lumière, pesada y silenciosa, hoy se utilizaron cámaras digitales, steadycams y drones. Donde antes bastaba con captar la vida, hoy se dirige, se planifica, se edita.
Aun así, el alma era la misma: captar el pulso de una ciudad a la salida de misa. Ese tránsito entre lo sagrado y lo mundano, entre la espiritualidad y el bullicio, que sigue ocurriendo cada domingo al mediodía desde hace más de un siglo.
Una escena, mil símbolos
En esta nueva versión, aparecen dos figuras con fuerza simbólica: la actriz Luisa Gavasa —zaragozana, Goya, maestra de tantas miradas— y la niña Olivia Fernández, representante de las nuevas generaciones de cineastas, actrices, técnicas y soñadoras que habitarán el futuro del séptimo arte. Una especie de pasarela invisible entre el ayer, el ahora y el porvenir.
Lamata añadió también algunos elementos alegóricos: un gaitero, una pareja de recién casados, una cámara antigua que observa desde un lateral. No es solo Zaragoza saliendo de misa; es el cine español reconociendo de dónde viene.
Más que un homenaje: un manifiesto visual
El proyecto se grabó como pieza inaugural del Encuentro, pero aspira a vivir mucho más allá de ese contexto. Será difundido en festivales, centros educativos y archivos audiovisuales. El objetivo no es solo celebrar, sino educar. Recordar que, aunque el cine español tenga nombres grandes como Almodóvar, Saura, Berlanga o Amenábar, todo empezó con un plano fijo y una misa.
Zaragoza, sin embargo, no quiso caer en el puro ejercicio de nostalgia. Este homenaje no fue una postal antigua ni un ejercicio de vanidad. Fue, más bien, un manifiesto visual: el cine es cultura, sí; pero también es vínculo, comunidad, herencia.
Una plaza que sigue hablando
La Basílica del Pilar, inmutable, volvió a ser testigo. Sus torres se alzaron como en 1899, pero su reflejo en las lentes modernas adquirió nuevos matices. Al salir de misa, las campanas volvieron a sonar. Y por un instante —quizás por un par de minutos que se estiraron en el tiempo—, Zaragoza se convirtió en el epicentro del cine nacional. No por un estreno, ni por una alfombra roja. Sino por recordar que todo comenzó con una cámara, una plaza, y el deseo de capturar lo real.
Y así, entre los pasos de los figurantes, las risas nerviosas de quienes sabían que formaban parte de algo importante, y el cielo azul de junio, el cine volvió a nacer en Zaragoza. No es poco.