En una época dominada por los algoritmos, las fórmulas narrativas repetidas y el ruido constante, Oliver Laxe ha logrado lo insólito: Sirat, su nueva película, es una anomalía reverberante. Un film que nace del silencio y se expande como un latido profundo por el desierto marroquí, llevándonos hacia lo esencial: la experiencia pura del cine como rito.
Presentada en Cannes —donde se alzó con el Gran Premio del Jurado— y recién estrenada en España, Sirat ha dividido a la crítica, pero nadie le niega su magnetismo. Una obra que baila entre el realismo más crudo y el delirio sensorial, entre la paternidad perdida y las raves como liturgia contemporánea. En pocas palabras: Sirat no se ve, se atraviesa.
El argumento como excusa para la experiencia
La sinopsis es sencilla pero engañosa: un padre (Sergi López) y su hijo (Bruno Núñez Arjona) recorren el desierto en busca de la hija desaparecida, inmersa en una rave en medio de la nada. Pero lo que parece un thriller se convierte pronto en un viaje espiritual. La estructura narrativa se disuelve, y en su lugar emerge algo más parecido a un trance chamánico.
La cinta bebe del cine de la contemplación, de los místicos visuales como Apichatpong Weerasethakul, pero también de la energía cruda de Gaspard Noé. El montaje es fragmentado, la cámara se entrega a lo sensorial, y la música electrónica —obra de Kangding Ray, premiado en Cannes por su banda sonora— se convierte en un personaje más, guiando los pasos hacia una catarsis colectiva.
Un cine que incomoda… y fascina
Carlos Boyero, ese termómetro infalible (y a menudo imprevisible) de la crítica española, no pudo sino rendirse ante el hechizo de Laxe. En El País, confesó sentirse “hipnotizado”, destacando que la película “no le distrae, le atrapa”. El crítico madrileño —nada afín a lo experimental— declaró que “todo le suena a verdad”, señal inequívoca del poder de la obra.
No todos coinciden. En Infobae, Beatriz Martínez apunta que Sirat puede resultar “tramposa y efectista”, acusándola de jugar con el espectador desde una cierta superioridad estética. La crítica habla de “cine de la crueldad”, aludiendo a las decisiones formales que Laxe toma sin concesiones: largos silencios, rupturas de la continuidad, o momentos de violencia implícita que dejan huella.
El espíritu de las raves: más que fiesta, una metáfora
La película no solo rescata la estética rave, sino que la devuelve a su origen: una celebración al margen del sistema, un estallido comunitario que mezcla lo tribal, lo espiritual y lo político. En La Sexta, se destaca cómo Sirat conecta con el 40º aniversario de estas fiestas que nacieron como resistencia a Thatcher, y que hoy perviven en los márgenes de Europa.
En ese contexto, la búsqueda de la hija no es solo física: es una interrogación sobre los caminos de la juventud, sobre cómo y dónde se encuentra la libertad. Laxe sitúa esta reflexión entre dunas y luces estroboscópicas, entre cuerpos en trance y una familia fragmentada por la distancia.
Recepción y recorrido
El estreno en salas españolas se ha producido con una distribución insólita para una película de autor: 183 copias en todo el país. El público ha respondido, colocándola entre las cinco más vistas de su semana de estreno. Además, la adquisición por parte de la distribuidora estadounidense Neon abre las puertas a un posible recorrido internacional más ambicioso, quizás incluso con miras a los Oscar.
Conclusión: el regreso del cine como experiencia
Sirat no es una película para todos los públicos, pero es, sin duda, una película necesaria. En un panorama saturado de productos audiovisuales, Laxe nos recuerda que el cine puede ser todavía un acto de comunión, un espejo roto en el que mirarse con incomodidad y belleza.
Al salir de la sala, uno no puede evitar preguntarse: ¿Qué acabo de ver? Y eso, precisamente eso, es lo que convierte a Sirat en una de las obras más importantes del cine europeo reciente.